Tanto amigos como detractores suelen acusar a esta columna, como a otros comentaristas, de pesimismo, no sólo ignorando que se trata de un insulto para quienes intentan analizar con cierta lógica la realidad, sino que también están desperdiciando una oportunidad de no volver a caer en ciertos errores, malas decisiones y elecciones. Suponiendo que a alguien le interese no volver a caer en esos mismos errores, malas decisiones y elecciones.
Sin intentar polemizar con esas opiniones – finalmente cada uno puede pensar como se le ocurra, a su costa, claro – tiene sentido poner el foco sobre la discusión que ha saturado las últimas tardes y noches de los canales de televisión abierta y de cable, del periodismo político, de las radios, de los medios especializados, de las redes y seguramente de los hogares: el precio de las entradas del amistoso entre la selección de fútbol campeona del mundo y la de Panamá, a jugarse en el remodelado y agrandado estadio Monumental.
Un canal abierto líder estampó en su banner al pie de pantalla: “Fútbol para pocos”, y no se trata exactamente de un canal progresista ni un programa wokista, sino del preferido en la cuidadosa elección de enemigos que con tanto esmero y precisión realiza incansablemente la clamorosa y condenada candidata Fernández. Eso permite suponer que la frase representa un pensamiento al menos amplio entre la población, sin connotaciones ideológicas ni de relato, sino simplemente de bolsillo.
Habrá que aclarar primero, en homenaje a la seriedad, que todo espectáculo deportivo de cualquier disciplina, si la idea es presenciarlo en un estadio, es siempre para pocos. No hay estadios de un millón de personas, salvo en las maratones o en el Tour de France y similares, que además son gratuitos para el público. Pero si se trata de básquet, fútbol, vóley, boxeo, baseball, tenis, fútbol americano, los estadios suelen albergar como máximo 80 o 90 mil espectadores, con lo cual siempre y en todo lugar son espectáculos para pocos. La vocación irrenunciable de poner entusiastas sin conocimiento alguno, ni siquiera de ortografía o sintaxis, a manejar los pies de pantalla tiene un efecto de embrutecimiento que no suele ser evaluado, o tal vez sí y es deliberado.
Es claro que se han mezclado conceptos con la televisación del deporte. En nuestro medio, y en muy pocos otros, se consideran como actos patrióticos o heroicos los enfrentamientos deportivos y entonces el benemérito estado regala la trasmisión a los televidentes, lo que en definitiva quiere decir que usted paga de alguna manera para que otros vean gratis un evento deportivo por TV. Un mecanismo de distribución de riqueza convenientemente oculto e ineficiente. También se le suele denominar pan y circo, pero difícilmente alguno de los futbolistas esté dispuesto a enfrentar a leones hambrientos, menos a Paredes cuando sale a cruzar.
Seguramente esta confusión popular y populista con la TV supuestamente gratuita, lleva a la discusión generalizada sobre el alto precio de las entradas para ver el partido. E inmediatamente se agrega que hay un millón de personas anotadas para comprar entradas. Como si la idea fuese que el precio de la entrada bajara a tal nivel que ese millón de personas las pudiese adquirir y luego sentarse cómodamente en un estadio del tamaño de 15 River a ver el partido.
El tono algo jocoso del análisis, tiene que ver con la superficialidad y la precariedad del concepto, aunque hay otras consideraciones. En primer lugar, las entradas no son caras, como han hecho notar algunos pocos periodistas sensatos. Lo que no sirve es el peso argentino, lo que no sirve es la inflación y el uso de la misma para el ajuste irracional, al voleo y alevoso que hace que tampoco pueda comerse un bife alguien que tenga ganas de hacerlo. Ni el partido ni el bife son caros. Simplemente el nivel de pobreza al que se ha llegado en poco tiempo es mucho más grande del que se quiere admitir y del que dicen las mediciones teóricas y amañadas. En muy pocos países se consideraría caro pagar entre 50 y 100 dólares una entrada para ver al campeón del mundo de fútbol, o de basquet, o de cualquier otro deporte popular. Sólo en un medio donde el subsidio es un privilegio irrenunciable puede tener lugar esta discusión.
Porque el tema del valor de los boletos de este evento puntual no tiene importancia, obviamente. Lo que importa es el concepto. La ignorancia cultivada, enseñada metódicamente, empotrada en el cerebro y el alma de nuestra sociedad casi mayoritariamente, o sin casi, de la ley de oferta y demanda y de la teoría del valor que explican la formación de precios, una negación genética más fuerte que la mismísima Constitución Nacional, más que el Catecismo. Negación que debería imprimirse en un folleto y ser una Biblia Gaucha que esperase en el cajón de todas las mesas de luz de los hogares, de los hoteles, de las cárceles, de los hospitales. Porque en eso cree la mayoría: ques el precio se fija con alguna lapicera mágica, que siempre maneja el estado, o sea el gobierno.
Porque ¿cuál es el argumento escondido o espetado en esta instancia? ¿Qué es lo que se espera, implícita o explícitamente? "Como hay un millón de personas anotadas, el precio debería ser tal que permitiese que cada uno de ese millón pudiera comprar el ticket". Sería un fundamento bien argentino. Y bien estúpido, no sólo porque no podrían entrar en ningún estadio, sino porque de inmediato se crearía el natural mercado paralelo de reventa, con todos los artilugios, trampas, delitos y enriquecidos que eso conlleva.
Que lo mismo se creará, por supuesto, pero a un nivel mucho menor, que terminaría por corregir el valor real de la entrada, que por supuesto, sólo podrán pagar los que dispongan del valor o del precio que surja del regateo entre el que tiene una entrada y quiere vender por una cifra su posibilidad de ver el encuentro, y el que no la tiene y quiere adquirir el derecho a verlo. La odiada teoría del valor subjetivo y la cancelada y derogada dialécticamente ley de oferta y demanda.
Y ahí está la esencia del planteo. Nada molesta más al socialismo, progresismo, wokismo, fracasismo o como se tengan ganas de apodar al estatismo de planificación central pobrista, que el hecho de que los bienes escasos se adjudiquen por precio. Al punto que eso es rechazado de plano sin dar lugar a ninguna discusión, para reemplazarlo irracionalmente por la vieja y largamente desvirtuada teoría marxista y primitiva (y a veces no marxista pero siempre precaria) de que el precio tiene que ver con la mano de obra insumida, la plusvalía y otras sandeces.
Entonces ¿qué querrían los protestadores que han tomado a saco y sobre el periodismo y el análisis económico y que se sienten con autoridad técnica para imponer por repetición su resentimiento y su vocación de losers? Que alguien, con una gran lapicera, como diría la autora de la idea de arrojar “platita” a los mendigos, fijara por obra y gracia del Espíritu Maradoniano el precio de las entradas, y que luego se sortearan las 60 o 70.000 localidades entre todos los interesados, que pagarían ese precio subsidiado. Quién se haría cargo de la diferencia entre la realidad y el sueño, o cuánto se ganaría en el mercado paralelo, o quiénes se enriquecerían con ese negocio, es algo que ni se analiza ni se tiene en cuenta. Tampoco el fraude en el sorteo. Es invisible, no está en las estadísticas, no lo mide el Indec, (suponiendo que pueda medir algo) y entonces no existe, como enseñaran Marx y Engels.
Hasta no tendría importancia que no se jugara el partido, lo que sería muy posible. No importa si no se juega porque la lapicera lo impide. Importa que no se distribuya por precio. No es muy distinto a lo que ocurre con la salud, con las jubilaciones, con el agua, con la luz. Cada vez existen menos, pero son baratas o gratis, ponele. Se reparte lo que hay a precio muy bajo, y por ninguna razón se utiliza el precio para distribuir los bienes escasos, sino las supuestas y cacareadas igualdad y solidaridad. El efecto es que los bienes son cada vez más escasos, que cada vez hay menos para repartir.
Vale para el fútbol, para la luz, para el bife de lomo, para el dólar, para la educación y para todo.
Ahora se despotrica contra Edesur, (no contra Edenor que es de amigos íntimos del poder) como antes Perón quería colgar con alambre de fardo a los intermediarios especuladores, complaciendo gentiles pedidos de sus masas. Pero a 75 años de esa prédica-excusa, la sociedad está en la misma posición y no aprendió nada. No solamente se prefiere ignorar que esas empresas soportaron el incumplimiento de contrato –seguramente con negociaciones no declarables, como siempre (ver la reciente condonación de deuda)– sino que, nada más que mirando la historia, se terminarán perdiendo miles de millones de dólares en los juicios en el CIADI. (costo durísimo del que no se habla, pero que también se patea para adelante).
Y nada más que ese concepto, ese facilismo, esa dualidad que hace que a la hora del match tantos, pobres y ricos, de derecha, de centro y de izquierda, quieren que las entradas sobren y que sean baratas, y que el gobierno intervenga de algún modo para que a cada uno le toque una entrada solidaria, es lo que ayuda a pensar que el problema nacional no tiene solución.
Finalmente, si todo sale como lo planeado, el país irá de cabeza a elegir entre el grupo de Rodríguez Larreta, Lousteau y Manes, y el grupo de Cristina Fernández, Kicillof y Massa. O a interpósitas personas. ¿Hay algún cambio de fondo en vista que justifique el optimismo? Y otra pregunta más profunda: ¿Esta sociedad que clama por entradas baratas e infinitas tolerará el costo, el dolor y el esfuerzo de algún cambio de fondo si alguien intentara hacerlo?
Por lo que se ve hasta ahora la respuesta es no.
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